En el yacimiento de Caldoval encontramos una adaptación doméstica de lo que serían las grandes termas públicas de Roma. En el mundo romano los establecimientos públicos recibían varios nombres: thermae, balineum, balneae, balnea…
Thermae, era la denominación habitual de los grandes complejos, propiedad del estado o de las ciudades, que comenzaron a ser construidos en Roma ya en época imperial. Los balnea solían ser instalaciones más modestas, unas veces baños domésticos y otras termas de propiedad privada, pero de uso público y con menos servicios que las termas imperiales. Todas estas instalaciones usaban agua corriente calentada artificialmente.
El gusto por los baños y los circuitos de agua caliente l@s roman@s lo heredaron del mundo griego, en donde era muy habitual tomar las aguas después de ejercitarse en el gimnasio como parte de su culto al cuerpo. Pero fue el general Agripa, en 27 a.C., quien les dio otra dimensión al construir los primeros grandes baños públicos en Roma, en el campo de Marte tras la finalización del acueducto Aqua Virgo. Pasaron entonces a contar con muchas más estancias y servicios, y empezaron a ser muy populares entre la ciudadanía. Era habitual que los emperadores construyeran termas más fastuosas que sus predecesores para ganar el favor de los romanos y romanas. Las más grandes e importantes fueron las de Caracalla, Diocleciano, Nerón, Tito y Trajano; en algunas de ellas podían estar hasta 3.000 personas simultáneamente.
En las termas públicas podía entrar todo el mundo, incluso l@s esclav@s, que eran l@s encargad@s de realizar diferentes servicios para l@s dueñ@s: guardarropa, masaje, depilación… y si les quedaba tiempo podían incluso bañarse. Ir a las termas era un acto central de la vida romana. Allí no sólo se tomaban las aguas; también se establecían relaciones sociales y comerciales, se jugaba, se leía, se cantaba, se danzaba… Un verdadero centro sociocultural, con bibliotecas, tiendas y museo, que cumplía una función higiénica pero también recreativa y deportiva.
Las termas públicas abrían normalmente al mediodía, cuando las estancias estaban caldeadas y cerraban al anochecer. Un administrador estaba a su cargo, el conductor o balneator, y en ellas había personal especializado para cada uno de los trabajos: un capsarius que cobraba la entrada (lo que costaba una botella de vino en el siglo I d. C.), el fornacator, que mantenía el fuego del hipocausto, el unguentarius que hacía masajes y aplicaba aceites aromáticos, y el alipilus que se ocupaba de la depilación de l@s usuari@s. Según la época y características del edificio, las termas podían tener horarios diferenciados para hombres y mujeres, circuitos independientes, o ser mixtas sin ningún tipo de separación.
Las grandes termas públicas romanas eran verdaderos complejos de ocio. A media tarde era normal que toda la población se dirigiera a ellas para participar de los numerosos deportes de pelota que tenían lugar en la palestra (o en el sphaeristerium), divertirse con los juegos de mesa (calculi), cultivarse con algún libro en la biblioteca, comprar productos en la tienda (tabernae), o simplemente disfrutar de la conversación y la discusión política paseando por sus patios y jardines. Caldoval es una réplica a pequeña escala de este conjunto termal dedicado al cuidado corporal y a la práctica deportiva.
También existían otros tipos de instalaciones públicas que usaban aguas mineromedicinales tal como emanaban de la tierra. Los lugares generalmente se identificaban con el topónimo Aquae (Aquae Sulis, Aquae Querquennae, Aquae Calidae…). A los romanos les encantaban este tipo de aguas y, de hecho, en el noroeste la mayor parte de los manantiales termales han sido aprovechados en tiempos de la conquista. Algunos contaban con grandes edificios como las termas de Lugo o las de Carballo. Este tipo de establecimientos solían tener una función más bien salutífera y hasta religiosa.